miércoles, 15 de septiembre de 2010

Soy Mexicano


Le pregunté a un amigo que si iba a dar el grito el 15 de septiembre, me dijo que no, que no había nada que celebrar. Mi amigo tiene razón, no hay nada que celebrar, el sur del país está inundado y el noreste no acaba de recuperarse de los estragos dejados por el huracán Alex, la economía no despega y el desempleo no aterriza, la violencia está desatada y los políticos ven más por sus intereses propios y de partido que por los de la nación, tristemente no veo que celebrar.

Sin embargo, aunque no hay nada que celebrar, si hay mucho que conmemorar, recordar a todos aquellos hombres y mujeres que nos dieron patria, y no sólo me refiero a los que derramaron su sangre, sino también a los que con su sudor pusieron cada uno de los ladrillos de esta nación, a los olvidados de la historia, a los campesinos, obreros, hacendados, empresarios, profesionistas, empleados y todos aquellos que con su pequeña o gran labor han construido un cachito de patria.

En lo particular, quiero mencionar a dos mujeres, que si bien no pasaron a las doradas páginas de la historia nacional, si lo hicieron a las de mi historia personal. Una muerta, la otra viva, ambas nacidas en el extranjero y ambas nacionalizadas mexicanas por voluntad propia, la primera por derecho de permanencia, la segunda por derecho de sangre. Estas mujeres fueron mi abuela paterna y mi madre.

Mi abuela nació en Belén, Palestina, cruzó el basto océano siendo aun joven, pero ya con una niña en brazos, para reunirse con mi abuelo en busca de una mejor vida. No sé si fue mejor o no su vida, lo que sé es que ella hizo su vida aquí. Para ser franco, apenas recuerdo a la abuela, murió cuando yo tenía 4 años, sin embargo le guardo gran admiración y cariño gracias a las anécdotas que de ella me contaba mi madre. Cuando le preguntaban si quería regresar a su tierra, respondía que ella estaba en su tierra, una de sus célebres frases era: “Uno es de la tierra que le da de comer”. Jamás se sintió extranjera y aunque nunca perdió su acento ni el gusto por la comida de su tierra, siempre se sintió mexicana como el que más. “Soy majacana con babeles”, contaban en son de broma que decía la abuela.

Por su parte, mi madre nació en Pink Rock, Texas, siendo aun niña quedó huérfana de madre y por tal razón mi abuelo decidió regresar a su tierra natal. A ella le encantaba ir al otro lado de compras y la mataban los helados y los dulces gringos, podía pasar las horas caminando en el Mall, visitando tiendas de toda clase, pero cuando le preguntaban que por qué no reclamaba su ciudadanía americana, ella siempre respondía que le daba miedo que llamaran a sus hijos a la guerra; bueno esa era su respuesta, sin embargo alguna vez me dijo, que independientemente de la guerra, ella y nosotros seríamos allá latinos, ciudadanos de segunda clase, extranjeros, sin embargo acá, chueco o derecho, éramos mexicanos, que esta era nuestra tierra y que aquí jamás seriamos extraños. Yo tendría unos 17 años y ya sabía que era mexicano, pero esa noche, mientras veía la tele y cenaba con mi madre, comprendí que si bien la nacionalidad es un estatus legal, un papel, el sentimiento de nacionalidad no tiene que ver con el lugar donde se nace o donde nacieron los ancestros, sino con un sentido de pertenencia, en ese momento entendí que soy mexicano.

1 comentario:

ernemon dijo...

A pesar de casi 12 años de conocerte, veo con asombro y alegria, que aun hay cosas bellas que descubrir, y veo con agrado el de porque el hombre que eres.